LA PIBA ÉSA, ÉL Y UN ATÚN

PALABRAS:
LA PIBA ÉSA, ÉL Y UN ATÚN - Cristian Lagiglia

MÙSICA:
REDEMPTION SOGN - (Bob Marley)
Versión acústica 2008 - Hernán Pesce

Durante todos los religiosos viernes que se sucedieron dentro de un año, cuatro meses y catorce días, él se paró en la esquina, esperando que ella saliera de trabajar.

Como todos los viernes, ella salió del trabajo puntual, pero en vez de agarrar derechito por la avenida hasta el gimnasio o calle abajo hacia la parada del colectivo, se quedó unos instantes parada en la esquina.

Esto rompió la monotonía de ese encuentro sin palabras.

Desde enfrente, él la vio hermosa, como siempre, segura, como nunca.

La vio parada ahí, detenida como las estaciones del año, cuando uno ya no distingue ni frío ni calor.

A los pocos minutos la alcanzó un chico y dándole un beso fugaz, la acompañó hasta su moto que estaba estacionada unos metros más adelante.

El chico arrancó la moto y él, desde la otra esquina, solo atinó a pensar que si no le daba el casco, se iba a cruzar y lo iba a moler a golpes, por no cuidarla, nomás.

El chico, presintiendo una golpiza, giró y le pasó el único casco a ella y partieron con rumbo desconocido.

Ya nunca más fue a verla salir del trabajo los viernes.

Un tiempito después, el día menos pensado, el tipo de los viernes se encontró cara a cara con el chico de la moto y aniquilándolo con la mirada, le dijo:

-¿Sabés quién soy yo?
-Si, me lo imagino.
-¿Y sabés que si no la cuidás te espera una muerte segura, no?
-Si, me lo imagino.
-¿Y que más sabés?
-Sé que la amo con todo mi corazón, sé que no haría nada para causarle algún daño, sé que ahora empezó a reírse de a poco, sé que te amó hasta la locura, sé que esperó a que te cruzaras desde enfrente, algún viernes, durante un año, cuatro meses y siete días.
Y sé que ahora depende de mí no terminar parado en una esquina, cada viernes, hasta que se vaya con otro.

El tipo de los viernes se sonrió complacido con la respuesta, le estrechó la mano al chico de la moto y se fue con las manos en los bolsillos, cruzando la plaza, esperando la próxima e inminente causa a sobrevivir.

Esta historia me la contó un amigo del chico de la moto sin siquiera sospechar que ya la había escuchado de boca del propio tipo de los viernes.


PALABRAS:
La Suerte y la Palabra - Cristian Lagiglia

MÙSICA:
I Fought the Law (and the law won) - (The Clash)
Versión acústica 2008 - Hernán Pesce




Cuenta la leyenda que una vez, La Suerte, le pifió fiero al bondi del Destino y en el descuido se tomó cualquiera y como no sabía donde sorcho estaba, tocó el timbre y se bajó en la parada de Beltrán y Maipú.
Como nunca había andado por ese barrio, lo cual pueden dar fe sus habitantes, su alma se colmó de incertidumbre y curiosidad y quiso conocer a quienes habitaban en este barrio antes de corregir su curso y volverse para donde siempre apunta su Norte (o sea, otro lado).
En eso miró para arriba y vio a un tipo que fumaba mirando el horizonte, apoyado en un ventanal que apuntaba a la libertad y le llamó poderosamente la atención.
No porque este tipo tuviera algo de especial, acaso, porque ella estaba acostumbrada a que su presencia deslumbrara a todos los mortales con los que se cruzaba y le rindieran pleitesía por el simple hecho de hacerse presente en sus vidas.
El tipo la miró de reojo, y aunque advirtió de que era muy bella, no le prestó mayor atención, acaso, porque que nunca la había visto en la puta vida.
Esto llenó de más intriga a La Suerte. Pensó para si, que qué carajo se creía este tipo, porque no se desvivía por halagarla y darle la bienvenida.
En ningún momento se le pasó por la cabeza pensar que simplemente era por el desconocimiento que éste tenía de su existencia y no por una postura de soberbia.
Se le acercó tenuemente, casi flotando, para sacarse todas las dudas, y le inquirió:

LA SUERTE: -¿Tenés idea de quién soy yo?

EL TIPO: -Aparte de ser una flaca que está muy buena, no, ni idea...

LA SUERTE: -Yo soy La Suerte.

EL TIPO: -Un gusto, che, ¿y qué andas haciendo por este barrio?,¿le pifiaste al bondi?

LA SUERTE: -Aunque mi esencia es la del azar, querido, nada está hecho porque si, todo tiene un trazo más que certero en el hexagrama del Destino y aunque muchas veces elijo los lugares por donde moverme, hay otras oportunidades en las que me dejo llevar para ver si conozco otros lugares, otras gentes, otras vidas.

EL TIPO: -En la diversidad está el gusto, linda, eso dicen varios.
¿Me querés decir que hoy, después de tanto tiempo, me elegiste a mí?

LA SUERTE: -Deberíamos ver si estás a la altura de recibirme, simplemente.

EL TIPO: -¡Encima hacés casting!

LA SUERTE: -No te hagas el gracioso, ningún casting, solamente me presento en la vida de las personas y con simples preguntas veo si están capacitados para poder aprovecharme.

EL TIPO: -Si las preguntas son de matemáticas estoy en el horno...

LA SUERTE: -No son preguntas de conocimiento, idiota, son preguntas de vida. A veces son muchas, para asegurarme nada más, a veces simplemente una.
Tené en cuenta que mientras estoy perdiendo el tiempo con vos, hay miles de personas que se matarían por tener la simple oportunidad de que yo me les acerque.

EL TIPO: -Si se matan por vos, no es de muy afortunados que digamos.

LA SUERTE: -Es una forma de decir, hay personas que esperan toda la vida para tenerme enfrente y ni siquiera lo consiguen y hoy, estoy parada frente a vos para ver si das la talla.

EL TIPO: -Che, ¿y qué te piden?

LA SUERTE: -De todo, desde sacarse el gordo de Navidad hasta de tener la suerte de sacarse de encima algún problema, por lo general banalidades.

EL TIPO: -¿Y sos cumplidora vos?

LA SUERTE: -Acá las preguntas las hago yo.

EL TIPO: -¡Que carácter, linda!, calculo que si yo fuera la Diosa Fortuna no andaría con ese carácter...

LA SUERTE: -¿No te he visitado antes a vos?

EL TIPO: -No, no he tenido “la suerte”.

LA SUERTE: -Bueno, acá tenés la oportunidad de tu vida frente a vos, sabela aprovechar porque puede ser que nunca más nos veamos.

EL TIPO: -A no ser que le pifies al bondi de nuevo...

LA SUERTE: -Voy a hacer caso omiso a tus idioteces y por ser tan tarado, te voy a hacer solo una pregunta.
Depende de lo que contestes, hoy puede cambiar tu vida para siempre.

EL TIPO: -Dale, tirá, no vaya a ser que se te enojen en los barrios chetos en los que sabés andar y se te quejen con El Destino...

LA SUERTE: -Si ando por esos barrios que vos decís es porque ahí soy muy bienvenida y me tratan como La Diosa que soy y no tengo que soportar a idiotas como vos.

EL TIPO: -Bueno, no te calentés, lo que pasa es que no estoy acostumbrado a tan ilustre visita, acá solo vienen a cobrarme, pero a dejar, nadie.
Haceme la pregunta de rigor y por mientras te hago unos mates, querés?

LA SUERTE: -La pregunta es simple: teniéndome enfrente y pudiendo pedirme lo que quieras, lo cual no significa que te lo vaya a conceder, ¿qué sería lo que me pedirías en este momento, como algo que sea lo que más deseás en tu vida?
Aparte no tomo mate, gracias.

El tipo, de espaldas a La Suerte, como siempre, y poniendo el agua a calentar para entrarle a unos amargos, le dijo:

EL TIPO: -Quiero que se caiga una estrella fugaz.

LA SUERTE: -Ah, bueno! sos más tarado de lo que pensé y eso que ya habías colmado todas mis expectativas!

EL TIPO: -¿Por qué un tarado?¿Por que no te pedí ganarme el Quini 6 o por no pedirte que no me suban más el alquiler o aprender de una buena vez a hacer el tuco para los tallarines?
¿Qué tiene de malo pedir que se caiga una estrella fugaz?

LA SUERTE: -De malo no tiene nada, pero tenés una oportunidad única de pedir cosas increíbles y que nunca se te hayan cumplido y te descolgás con la payasada de la caída de una estrella fugaz!, una estrella se puede caer en cualquier momento!

EL TIPO: -Eso es lo que vos pensás porque me parece que hace rato que no mirás al cielo.
Cuando llegaste yo estaba mirando para arriba y así, paso gran parte del tiempo, y hace mil años que no se cae una para pedirle un deseo.

LA SUERTE: -¿Y se puede saber que deseo le vas a pedir a una estrella que yo no te pueda cumplir?

EL TIPO: -No tiene sentido decírtelo, ya me gozaste con la idea y a parte no me lo vas a cumplir...

LA SUERTE: -Supongamos que acepto la idea, no me cuesta nada, podrías haber pedido fortunas exorbitantes o cualquier cosa que tenga un valor tangible, pero te conformas con algo tan trivial y cursi como la caída de una estrella, así que convengamos que te lo voy a cumplir solamente si me decís que le vas a pedir a esa estrella cuando caiga.

EL TIPO: -Ok, te tomo la palabra.
Lo que le quiero pedir a esa estrella, y que vos no me podés conceder, es un amor.
Pero no un amor común, quiero que esa estrella me conceda el amor de una mujer que se cuelgue a mirar el cielo conmigo, que nos caguemos de la risa cuando hay que llorar, que lloremos de alegría cuando nos miremos a los ojos, que cuando haga frío, ninguno de los dos encontremos mayor calor que el que nos podemos dar mutuamente.
Alguien que se juegue el pellejo, como me lo voy a jugar yo, por soñar despiertos.
Que cuando escuchemos una canción volemos sin movernos del piso, alguien por quien poder morir y poder matar, alguien a quien admirar y que me admire.
Alguien a quien pueda cocinarle y podérmela llevar de la mano bajo la más hermosa lluvia de verano, alguien que me aguante las idioteces y a quien poder soportarle el mal humor.
Alguien a quien poder mirar a los ojos y quedarme temblando, porque en realidad, la estoy mirando por dentro.
Básicamente eso.

LA SUERTE: -La verdad me dejaste sin palabras, no sos tan idiota como parecés.
¿Qué te hace pensar que yo no te podría dar a alguien así en tu vida?

EL TIPO: -La certeza de que vos sos La Suerte, podés concederme fortunas, que no se me pase el bondi o que River le gane a Boca alguna vez antes de que me haga más viejo, pero el amor, querida, el amor es cosa del Destino.

Y así se quedaron charlando un largo rato, entre mates y un par de fasos, hablando de bueyes perdidos y de cómo la vida los había tratado tanto a uno como al otro.
Y cuando la hermosa dama se dispuso a irse y cruzó el portón que nadie le abrió, el tipo se colgó de nuevo mirando al cielo y la estrella fugaz, delante de sus ojos, cayó.


a quien corresponda.-

LA MAGA O TODAS LAS MUJERES EN UNA

PALABRAS:
LA MAGA O TODAS LAS MUJERES EN UNA - Cristian Lagiglia

MÙSICA:
I'll be there - Hernán Pesce




Conocí a La Maga hace diez, doce, quince años, tal vez.
O pensándolo bien fue mucho antes.
Quizás, la primera vez que la vi fue cuando la escoltamos a ella y su séquito, cruzando el Mediterráneo, cuando dejó por un tiempo su Alejandría, con rumbo a Roma y yo era soldado de la 13era. Legión de la República Romana, bajo las órdenes de Cayo Julio César y de Marco Antonio.
Sus súbditos, que la adoraban embelesados, la llamaban Cleopatra.
Volví a verla mojando su cuerpo indómito de india en el mar que bañaba las costas de Guanahaní y ese mar, que al tomar contacto con su cuerpo cambiaba súbitamente de color, nos servía de púlpito cuando llegábamos a las Indias a conquistar un Nuevo Mundo.
En este momento la memoria me juega una mala pasada, pero creo recordar haberla visto a cinco hombres de distancia.
Un océano de ideas, todos tomados de los brazos, avanzando sin nada que perder por las calles de un convulsionado París, en un mayo ya casi remoto e imaginativo.
Conocí a Horacio Olivera en Saint Germain des Prés, donde operaba el Club de la Serpiente, y en una mesa que se parece mucho a ésta mesa, me habló entre subyugado y hastiado de una mujer que hacía de sus silencios orquestas de barcos a punto de hundirse.
No me hizo falta preguntarle quién era, no cabía ninguna duda de que Olivera le estaba dando cuerpo de vidrio punzante a esta mujer que podía traspasar el tiempo, siendo ella, el mismísimo tiempo.
Era ella, en el cuerpo de Cristina Bustamante, quien se levantó desesperada de su butaca del teatro Astros, al no poder soportar que Luis Alberto Spinetta le confesara a los ojos que era ella su muchacha ojos de papel.
Fue ella, sin dudas pienso ahora, cuando en mi primera visita a Buenos Aires, bailaba sin rozar el suelo, suspendida por la magia de la imaginación, en Plaza Serrano y los hombres la miraban como una troupe de fenicios que quedaban desorientados al escuchar el canto de las sirenas y éstas, los arrastraban al fondo del mar para devorarlos o transformarlos en sus amantes bajo el agua.
No me quedan dudas de que era ella, después de ingerir a mansalva a Verlaine y a Bols, a quien le hablé en un subterráneo bar que daba a dos calles pero que no tenía salida, y le dije frases inequívocas que no debían quedar en ninguna memoria y sin embargo, me dieron pulso de vida mucho tiempo después.
Y fue un Drácula con tacones y fue Sierra Maestra y fue la flor del mal de Baudelaire y también la calma acicalada de un porro en el sucucho de Beltrán; y fue Penélope tejiendo y destejiendo el destino de los hombres y fue las maldiciones que decimos por lo bajo mientras caminamos bajo una lluvia de abril sin poder rozarla y fue una esquina del barrio de Flores, cuando creí que hacer un pacto con el Ángel Gris la materializaría para siempre.
Fue ese espejismo que sentí cuando le hice el amor y me di cuenta que era la primera vez que lo hacía y también la última.
Todos los que pisamos esta tierra vivimos solo para poder encontrarla, como si así encontráramos la cifra infinitesimal de la existencia, porque en su piel de durazno se hallan todos los secretos guardados, como Pandora antes de revelarse.
Buscaremos como perseguidores que somos, con la ignorancia del inocente, sus pies de atril en alguna estrella de mar, en algún caballo desbocado, en los arco iris de Babylon y en los fondos inescrupulosos de vasos que se pulsan a altas horas de la noche en las mesas de los bares hospitales de la memoria.
Estas líneas ya las han escrito y leído todos los hombres del universo, el que frotaba dos piedras y traía para si el fuego, Alejandro El Magno instantes antes de pisar el Asia, el golem taciturno barriendo en la sinagoga de Praga, Rufino en su habitación bajo el puente que divide Dorrego y Godoy Cruz, mirando sin ver, fijo, a los ojos de su perro verde, Aureliano Buendía entrando triunfante a su Macondo natal, Pichuco, llorando sus lágrimas de bandoneón en San Juan y Boedo antigua y un pibe que arrastra una guitarra y mira a una chica sentada en los canteros de la peatonal, buscando en esos ojos a La Maga.
Quizás el tiempo, viejo hechicero de los deseos, juegue a mi favor y me alcance cuando ya me quede poco aliento y yo la espere en un andén, con los ojos entrecerrados de arrugas y sin ninguna prisa, a que baje de ese tranvía en movimiento que es la vida.

a las mujeres que son todas y a la vez una sola.

OJOSDEPEZ

OJOSDEPEZ nada por mares intrincados, ríos de aguas dulces, por piletas de bajos fondos, con dos aletas.

Una está en Barcelona, la otra en Mendoza.

Estos peces que le dan vida al ojo ya han mordido miles de anzuelos, ya han caído en todas las trampas pero, como buenos peces, han sabido esquivar, se las han ingeniado para desmarcarse de las emboscadas que urde la memoria.

OJOSDEPEZ empieza con la idea de juntar las dos aletas por más que la distancia sea tan palpable y se sumerge en ese charco que las separa para Contar, Cantar y Tocar.

Dos peces. Dos ojos. Dos aletas.

Un solo alma.

Bienvenidos al viaje de OJOSDEPEZ.

LA IDEA LOCA - Primera entrega

PALABRAS:
LA IDEA LOCA
- Cristian Lagiglia

MÙSICA:
Flying Home (instrumental) - Hernàn Pesce




No tengo la menor idea de cuando sucedió ni como, lo di como un hecho natural o de mi imaginación o tal vez, di por sentado de que siempre había estado ahí.
Me levanté a la hora de siempre y cuando me dirigía al baño, lo vi sentado frente a la computadora escribiendo y aunque notó mi presencia a sus espaldas, ni siquiera dio vuelta la cara para mirarme.
Simplemente me dijo buenos días y siguió en lo suyo.
Salí para el trabajo y lo dejé dentro del departamento, escribiendo, fumando y tomando un vaso de Citric naranja que me hizo llenar de agua la boca.
Tengo que confesar que por causa de un día bastante ajetreado no volví a pensar en él en toda la jornada.
Cuando llegué del laburo, cansado de pelearme con todo el mundo y tarareando una melodía de Los Siete Delfines, me encontré con la luz prendida, la puerta entornada y un prometedor olor a comida en vías de preparación.
Entré y lo vi cocinando, de espaldas a la puerta y cuando advirtió mi llegada, me saludó como hace una esposa con su marido, preguntándome como había estado mi día, sirviéndome una copa de vino y diciéndome que me cambiara tranquilo, que al arroz primavera con trocitos de chorizo y bastante queso de rallar le faltaba un poco.
Cuando la comida estuvo en la mesa, se dirigió hasta la computadora y eligió un disco de Miles Davis para sazonar la cena.
Ése disco era mío, pero todavía no había tenido tiempo de sentarme a escucharlo, como me pasa habitualmente con otro montón de discos a los que todavía no les hinco el diente, y debo reconocer que su elección fue por demás acertada y también, nobleza obliga, el arroz estaba para chuparse los dedos.
La cena transcurrió sin demasiados sobresaltos, solo meras discusiones sobre si el que estaba tocando el piano en el quinteto de Miles era Bill Evans o no y algún comentario sobre lo que ambos habíamos leído en Clarín acerca de la gripe porcina y demás boludeces.
En casa hay una ley no escrita que consta en que el que cocina, no levanta la mesa ni lava los platos.
Así que me dispuse a realizar esa tarea de mierda mientras él, prendía un cigarrillo y se estiraba en la silla haciendo la digestión y servía un poco más de vino en las copas que eran las únicas sobrevivientes del holocausto de la cena.
Me preguntó si tenía ganas de ver alguna película y, aunque estaba extenuado por lo largo del día, me pareció una idea bastante buena.
Nos acomodamos frente a la compu para ver el film, porque hace varios meses que el televisor se exilió de casa y el reproductor de dvd se ha declarado en cese de actividades hasta nuevo aviso.
Nos dispusimos a ver, no sin antes discutir un largo rato, Mar Adentro con una sublime actuación de Javier Bardem.
Cuando la película terminó, me fui al baño y de ahí, directo a la cama y nos dijimos buenas noches, casi solemnemente, quizás por cómo nos había golpeado la historia del film que vimos.
Los días subsiguientes transcurrieron casi todos iguales, a veces lo escuchaba caminar por el departamento, con insomnio calculado, encendía la computadora, se servía algo de tomar, prendía un pucho y se ponía a escribir.
Con el correr del tiempo me acostumbré tanto a esa situación que casi ya no me molestaba la tenue luz de la dicroica que venía de la cocina ni el golpeteo incesante de sus dedos en las teclas cuando escribía.
Todas las mañanas me levantaba con los ojos sellados de sueño y él ya estaba sentado escribiendo, nos saludábamos gentilmente y hasta, a veces, se venía a McDonal’s a desayunar conmigo.
Cada vez me sentía más cómodo con su presencia y muchas veces me encontré negándome a salir a tomar algo con amigos o dejando de ir a jugar al fútbol con los pibes del laburo porque no veía la hora de llegar a casa y faso va, vino tinto viene, enroscarme en charlas eternas con él sobre cine, libros, discos o lo que fuera.
El tipo era muy tranquilo, casi como yo, estaba vestido siempre igual, jean, remera negra muy parecida a una que me compré en Buenos Aires y que ya tiene mil teñidas, gorro de polar y siempre descalzo.
Coincidíamos en muchos gustos parecidos, fumaba Philip Morris, tomaba solo vino tinto, de vez en cuando algún whisky, le encantaba el mate amargo pero solo tomaba si yo lo cebaba y yo, que odio cebar mate, lo hacía con él sin el menor drama.
En cuestión de música casi éramos mellizos gemelos siameses, solo discutíamos cuando yo ponía algún blues viejísimo y él prefería escuchar jazz, entonces transábamos en Piazzola o Spinetta y ahí finiquitábamos el pleito.
Habíamos leído casi los mismos libros y las charlas sobre ellos eran gloriosas por la memoria fotográfica que tenía de cada uno de los personajes de cada una de las historias que había leído.
Recuerdo perfectamente el día que me sentó, de prepo, a leer a Eduardo Galeano y yo morí, creo, en la segunda línea que leí.
Yo lo insté a que leyera a Osvaldo Soriano y Roberto Arlt y veía con qué devoción los devoraba para, simplemente, tener otro tema de conversación.
A veces, después de cenar, nos íbamos a tomar un par de cervezas al Juguete Rabioso, a mirar chicas, a crear en nuestra imaginación historias sobre la gente que estaba en otras mesas y que a él le servían para después escribir.
Nos quedábamos ratos larguísimos apoyados en el ventanal del sucucho de Beltrán, mirando para arriba y viendo como el cielo cambiaba su fisonomía a medida que pasaban las horas y la luna jugaba a las escondidas entre nubes y presagios de tormentas eléctricas.
Muchas veces no teníamos ni las más mínimas ganas de hablar y el silencio era un plato bien servido en la mesa nuestra de cada día.
Un día vino Martín a buscarme para ir a no se dónde y como yo andaba un poco loco con mis problemas habituales de guita y del corazón, no tenía ánimo para salir con El Gordo.
Para no despreciarlo y también para que no se preocupara por mi ciclotimia, él se ofreció a ir en mi lugar y yo me quedé con mis demonios, tranquilo, en casa.
Esta práctica se nos volvió vicio y a mí me vino como anillo al dedo porque estaba pasando por una época delicada, de reflexión, de descubrir que era lo que me estaba pasando y para eso necesitaba de mucho tiempo a solas conmigo mismo.
Así que él tomaba mi lugar y cuando volvía, me contaba con lujo de detalles las conversaciones que había tenido, las sensaciones, la gente nueva que había conocido en mi lugar.
Una mañana, cuando me levanté, no lo encontré sentado, escribiendo y fumando.
Me senté en su silla, prendí un cigarrillo y me puse a leer algunas de las cosas que él había dejado escritas en los archivos de la computadora.
En algunas, tengo que admitir, se me deshilachó el corazón, por lo tristes, por lo real de las historias que contaba y en otras, directamente, me descostillé de la risa.
Salí sin apuro de casa, dejándola otra vez sola y cuando llegué a la esquina de Beltrán y Maipú, me vino a la cabeza la idea loca de volver a inventar otro amigo imaginario para paliar un poco esta soledad de mierda que se mudó a mi vida hace ya un tiempo bastante prolongado.