WANDA NARA, PAREDÓN Y DESPUÉS

PALABRAS:
WANDA NARA, PAREDÓN Y DESPUÉS - Cristián Lagiglia
MÚSICA:
LIBRE - Nino Bravo (Versión acústica - Hernán Pesce)



WANDA NARA, PAREDÓN Y DESPUÉS

Vio pasar la sombra del guardia o pasarela, como lo llaman en la jerga del barrio, y contó mentalmente los pasos que éste daba en el pasillo hasta la garita del fondo donde se sentaba a descansar hasta la próxima recorrida.

También contó, mentalmente, los veintidós minutos catorce segundos en los que volvió a escuchar los pasos, de nuevo, por el pasillo.

Ese lapso de minutos, sin pasos en el corredor, era el momento en el que se podía poner a horadar la pared de su celda justo donde estaba la gran mancha de humedad que había descubierto mucho tiempo atrás y que ahora ocultaba con un póster gigante de Wanda Nara con la camiseta de San Lorenzo y nada más.

Veintidós minutos de darle sin tregua a la pared con el filo de una cuchara sopera y que al estar tan húmeda, se iba disolviendo en el piso de su cuarto sin mucho esfuerzo y que después, con sumo cuidado, iría tirando por el drenaje de cloaca del baño interno de la celda.

Cuando no se podía dedicar a tan descomunal tarea se tiraba en su litera a leer la Biblia o algún libro de Soriano que lo entretenían pero no lo desconcentraban de su objetivo.

Cumplía una condena de quince años y seis meses y su empresa de excavación y demoliciones ya llevaba en actividad cinco años y unos pocos días.

Cuando su túnel tuvo una extensión para nada despreciable, se dio cuenta que lo llevaba derecho a un salto de unos dos metros y de ahí, directo a la cloaca general del penal.

Ni lo dudó, pensó que a veces los caminos a la libertad son unos senderos de mierda.
Ya estaba listo para dar el gran salto.

Volvió a su celda, colocó perfectamente el póster de Wanda que disimulaba el gran agujero y se quedó mirándola y se imaginó que algún día se la encontraría por las calles de Floresta y le contaría que ella fue su única cómplice en este gran escape.

Tomó entre sus manos Una sombra ya pronto serás del Gordo Soriano, leyó un par de páginas y el sueño lo vino a buscar sin aviso, se apoderó de sus ojos y lo dejó plácidamente adormecido esperando un nuevo día.

A la mañana siguiente, Pablo, no despertó.

El informe forense indicó que Pablo Javier Carral, argentino, 39 años, separado, dos hijos, hincha fanático del Cuervo de Boedo y de Chevrolet, falleció a causa de una cirrosis hepática mientras cumplía su condena de quince años y medio por robo agravado seguido de muerte a un transporte blindado de caudales.

El servicio fúnebre se llevó a cabo dentro del penal, con la presencia de casi la totalidad de los internos y en el cajón lo metieron con la camiseta de San Lorenzo, el libro de Soriano y el póster de Wanda Nara.

Lo que no pudieron meter en el cajón fue su alma.

Ésta ya se había ido en libertad, hace como cinco años, por un túnel, directo a la mierda.

DESPIERTA, QUE YA VIENE EL DÍA

PALABRAS:
DESPIERTA, QUE YA VIENE EL DÍA - Cristián Lagiglia
MÚSICA:
Luz y Sal - Letra y música: Hernán Pesce



DESPIERTA, QUE YA VIENE EL DÍA

Ella camina descalza por un piso de cerámica blanca en el que no deja huellas. Imposible dejar huellas si casi levita, si casi es un suspiro su andar. Viene hacia mí y puedo ver en sus comisuras un arcoíris que se pierde en el horizonte de su sonrisa. Puedo notar que su boca está dibujada a mi antojo y tras sus labios esconde dientes que todavía no muerden, que todavía van tomando sus formas como algunas nubes de cualquier mañana.

Se detiene torpemente frente a mí y hace equilibrio sobre sus dos piecitos que acaban de descubrir la ligereza de su ser.

Me mira como solo ella puede mirar, con ojos así, tan puros, tan primitivos, tan sabios, tan de saber un secreto que me viene a develar en confidencia. Se para frente a mí y no dice nada porque todavía no se ha conferido a sí misma el poder de la palabra. O quizás porque yo no tengo el alma tan limpia como para entender su mudez.

Me inclino hasta su altura y en realidad siento que voy subiendo por las laderas eternas de mi imaginación y me quedo oscilando ahí, en mi locura consciente, hasta que una caricia, que me absuelve de todo, roza mi barba de dos días y me trae desde otro continente hasta su ser.

Nos quedamos petrificados, frente a frente, mirándonos a los ojos, sin pestañar y usamos la telepatía para confesarnos nuestro amor.

La llevo en brazos hasta una mesa vestida solo por un vaso de vino y lo corro para que no lo volquemos ni nos revolquemos en su mar bermellón.

Ella juega con la orla que ha dejado su líquido y dibuja soles escarlata y me los regala para que mañana sea mañana a la mañana y ríe.

Ríe como desaforada cuando beso su cuello de coral, ríe cuando mis morisquetas me hacen convertirme en un Popeye enjuagado en ácido. Ríe.

Y rodamos por el suelo y los besos son alfombras mágicas que nos cubren de lejanías y viajamos, rodando, por castillos de caramelo y presagios y cielos invertidos que se vienen abajo de beldad. Llueve marzo con furia contra la ventana y Spinetta se desgarra por los parlantes en Alma de diamante y ella me muestra todo su infinito irregular y me nombra pasajero en trance de nuestra locura.

La beso en el hoyuelo de su mentón, que presumo, es etéreo como el de su madre, y ella cierra los ojos y acepta mi ingenuidad como una doncella que despierta de su sueño eterno tras el beso de su príncipe azul.

La beso tenuemente, no quiero despegar mis labios de sus labios y ansío quedarme imantado a ella por lo que me reste de vida y un poco más y es ella la que se separa, toma mi cara con sus dos manitas y parpadeando dos veces, me muestra, en su iris, el universo entero.

Tomando una de mis manos entre las suyas modifica sus líneas y mi destino a su antojo.

Sabiéndome a salvo la dejo en el suelo y solo atino a decirle...”Francesca, serás mi hija cuando te vengas a la vida, cuando yo pueda mostrarte mi mundo sin vergüenza, cuando, por fin, me sienta hombre”...y ella me contesta...”ya sé, papá, ya nos vamos a encontrar. Ahora despierta, que ya viene el día”.

Y desperté sintiéndome un hombre que espera por ese día.

TRISTE, SOLITARIO Y FINAL

PALABRAS:
TRISTE, SOLITARIO Y FINAL - Cristián Lagiglia

MÚSICA:
ELDERLY WOMAN BEHIND A COUNTER IN A SMALL TOWN (Pearl Jam)
Versión acústica - Hernán Pesce




TRISTE, SOLITARIO Y FINAL

Cuando laburaba en el centro siempre paraba una o dos veces al día en el Café San Marco.

Me convertí en un habitué permanente por los precios accesibles de su carta, por la calidad de lo que servían, por la excelente atención que dispensaban y porque ahí tenía charlas memorables de fútbol y política con El Flaco, un bostero sumamente inteligente, de los pocos que se pueden encontrar por ahí, que era el dueño y también, con toda su familia, que atendían y cocinaban, formando una hermosa cooperativa familiar.

Es un cafetín como los de antes, enclavado en la calle Espejo al 100, una de las pocas calles lindas que tiene el centro de Mendoza y era muy parecido a los que te podés encontrar en cada rincón de mi Buenos Aires querido.

Me quedó la costumbre de ir a ese lugar porque ahí nos juntábamos siempre con Ale cuando él volvía de algún viaje cuando laburaba en Andesmar.

De tanto ir a cafetear o a almorzar, fui notando caras que con el correr de los días se iban haciendo repetitivas, sentadas siempre respetando sus lugares y hasta sus posturas.

Estaba en la primera mesa, junto a la ventana, una rubia de nariz dibujada por Milo Manara, con un trajecito sastre y pin del HSBC. Siempre mirando la pantalla de su notebook y tomando su té con limón.

En la mesa de al lado se sentaba una señora de edad indefinida, ojeaba muy por encima los diarios y luego de haberlos repasado todos, recién, bebía de su café con leche de a sorbitos cortos y mirando hacia la puerta, esperando por algo o por alguien que jamás venían.

Más atrás se acomodaban, en una mesa para cuatro, un par de oficinistas grises, de trajes grises y miradas aún más grises y que con el correr del tiempo, me dieron la impresión que ya formaban parte del mobiliario. Estaban muy lejos de ser artistas, asesinos seriales o trapecistas de circo, para mí que eran contadores o escribanos, no me cabía ninguna duda.

El que me llamó siempre la atención era el tipo que se sentaba al fondo, cerca de la máquina de café y del baño, siempre atento a la puerta y con una mirada perturbadora, en la que trataba de ocultarse, de pasar lo más desapercibido posible.

Un hombre de unos cincuenta años, algo de canas en las laderas de su cabeza, lentes en la mitad de la nariz y un halo de misterio que lo envolvía como una bufanda.

Su postura era distante pero siempre cordial, veía entrar a todos los clientes del bar y con un balanceo tenue de cabeza los saludaba dándoles la bienvenida y enseguida volvía la vista a sus papeles.

En el rato que yo pasaba ahí, se le acercaban distintas clases de personas, se sentaban unos instantes con él y al toque se iban rumbo a la calle.

Siempre me llamó la atención que junto a una par de carpetas que tenía en la mesa apoyaba un libro de Osvaldo Soriano, creo que era Triste, solitario y final, si la vista no me fallaba.

Jamás lo vi leyéndolo, jamás vi a ese libro abierto y pude advertir que no tenía un señalador de páginas por lo cual daba la impresión de que nunca lo había abierto.

Pedía un cortado mediano en vaso y una medialuna que después no se comía y se quedaba mirando hacia la puerta, saludando a los que entraban al bar y esperando a que alguien se le sentara en la mesa.

Un lunes cualquiera entré al bar y vi a la flaca del Banco que hablaba por celular, saludé a la vieja que ni siquiera levantó la vista, un poco más allá, los gricesitos en silencio y fui directo hasta la caja a saludarlo al Flaco. Nos quedamos un instante charlando acerca de lo mal que habían jugado tanto Boca como River y un par de comentarios más, mientras el Colo, hijo del Flaco, me acercaba el desayuno de siempre.

Me fui a mi mesa y en el camino advertí que el tipo no estaba en su lugar, como todos los días, como siempre. Me pareció raro pero rápidamente me hundí en el diario del día y no le presté mayor atención.

Al otro día lo mismo, la rubia escribiendo en su notebook, la vieja esperando que pasara el tren de la vida mirando por la ventana y los tipos opacos leyendo cada uno una sección distinta del diario.

Del tipo ni noticias.

Me acerqué al Flaco y con un poco de pudor le pregunté si sabía que le había pasado al hombre que se sentaba en la mesa del fondo.

-Te la perdiste, Pelado, se lo llevó la cana el viernes de acá, cerca del mediodía. Parece que tenía una transa importante con la fabricación de DNI truchos. Yo no tenía ni idea. Un momento de mierda. Por un tiempito largo, me parece que no le vamos a ver el pelo.

Me senté de vuelta en mi lugar y me quedé pensando un rato largo en él y de la suerte que estaría corriendo en ese momento. Me lo imaginé en una celda sin cortado en vaso mediano, en silencio y con todo el tiempo del mundo para por fin, abrir el libro del Gordo Soriano.

Después no volví a pensar nunca más en él.

Casi tres años después, entré al San Marco a saludar, yo ya estaba trabajando en Godoy Cruz y paraba en el McDonald’s de San Martín y Maipú.

Fue como si el tiempo no hubiera pasado, en un instante, El Flaco ya me estaba gastando por la goleada con baile que nos comimos a manos de Huracán de Parque Patricios y me empezó a correr con la idea de que si terminábamos últimos de nuevo me iba a tener que ir a vivir a la Isla de Pascua.

Mientras soportaba el escarnio del Flaco, giré la cabeza para saber quien estaba ocupando mi lugar y en el paneo de ojos que hice por todo el lugar me encontré al misterioso tipo sentado en su mesa de siempre, con las carpetas de siempre y ahora lo acompañaba, cerrada y en silencio, una Biblia de un tamaño excesivo.

Lo miré fijo al Flaco y con la mirada sorprendida y un ademán de cabeza le pregunté que qué hacía el tipo sentado de nuevo ahí.

El Flaco, acercándose a mí y con voz muy baja, me dijo:

-Lo soltaron hace como dos meses. Parece que en la cana se hizo pastor evangelista o algo por el estilo y ahora predica la palabra del Señor. Todo muy loco, Pelado, antes vendía identidades, ahora compra almas.

El tipo en el fondo seguía mirando hacia la puerta, saludaba gentilmente a todos los parroquianos del bar y esperaba a que alguien se le sentara en su mesa buscando, ya no ser otra persona, sino más bien, inquiriendo la salvación del alma, con la Biblia cerrada.

Otro negocio redondo.

POR LAS CALLES DE LA CIUDAD

PALABRAS: POR LAS CALLES DE LA CIUDAD
Cristian Lagiglia
MÙSICA: SUNDAY WHISPER
Hernán Pesce



POR LAS CALLES DE LA CIUDAD

Padre y madre ven como su hija, detrás de la ventanilla del colectivo que la llevará a estudiar diseño de indumentaria a Buenos Aires, contiene las lágrimas para que ellos no se preocupen y se vayan pensando que ella va en busca de su destino. Ellos, cuando el colectivo se pierde de su vista, sueltan lágrimas que bajan por sus mejillas como ellos bajan las escaleras debajo del puente de la terminal. En silencio y sin apuro.

A unos metros de ahí una florista termina de darle forma a un perfecto ramo de rosas y el cliente mete la mano en su bolsillo, saca diez pesos y se los da a ella mientras mentalmente le cuenta las arrugas de su cara. Saluda y cruza presuroso la calle Alem, rumbo al Hospital Central, y piensa en que no aguanta más las ganas de estrechar entre sus brazos a sus dos mujeres que han nacido para cambiarle la vida para siempre.
En la puerta de la explanada del Hospital elude torpemente a dos hermanos que salen a la calle después de haber despedido de la vida a la madre y se funden en un abrazo que no los apretaba así desde hace un tiempo prolongado.

El que queda de cara a la calle ve como un chico corre inútilmente al colectivo 50 que se escapa de su alcance por unas veredas y el pibe mete la mano en su bolso, saca el celular, marca y avisa que va a llegar un poco más tarde, mientras se sonríe y repite yo también te amo. Guarda el celular, saca un cigarrillo y un hombre mayor se le acerca para pedirle fuego.

Cuando el hombre tira el humo, agradece y se aparta del chico. Mira fijamente a una señora que está unos metros más allá, se le acerca y le dice algo al oído. Ella se sonríe y juntos se van cruzando la calle Salta a meterse a un café venido a menos. Un joven con el diario bajo el brazo les sostiene la puerta mientras ellos se pierden dentro del café.

El hombre joven suelta la puerta del café y sube por Alem, cruza Rioja al trote porque acaba de largar el semáforo y detrás del tráfico la ve a ella parada cerca del kiosco, esperándolo con su vestido casi nuevo y cuando él se acerca se besan con el ruido infernal de los colectivos como banda de sonido. Por al lado de ellos pasan dos chicos con volantes que promocionan un nuevo boliche.

Los chicos persiguen a dos chicas que se hacen rogar casi media cuadra hasta que detienen su marcha y se quedan conversando con ellos entre risas y mejillas ruborizadas. Uno de ellos, sin perder de vista a la colorada que se está parlando, le entrega uno de los folletos a un tipo que pasa con las manos en los bolsillos.

El tipo acepta el volante, sigue caminando y lee atentamente la publicidad y se le ocurre avisarles a sus amigos de que tienen una buena opción para esta noche. Va hasta el teléfono público que está en la esquina de San Juan y Alem y los llama para avisarles. Antes de marcar el segundo número una chica le pregunta si tiene hora y él le dice que es la una de la mañana.

La chica agradece con un ademán de cabeza y cruza en diagonal la Plazoleta Alem y se funde en abrazos conocidos que la esperaban para largar la milonga.

Un flaco con un Philip Morris sin prender mira como todos empiezan a bailar, rodea la Plazoleta, escucha como los acordes de Por las calles de la ciudad de Pichuco lo empujan a seguir andando y cruza San Martín, corta la Plaza España, toma por Colón, cruza las vías muertas de calle Belgrano, se roza con el gentío de Arístides Villanueva, no devuelve ninguna mirada de gente que no ve y que está sentada en los bares para que la miren y se va a sentar en un banco de la placita de la Universidad Mendoza a que se haga la hora.

Prende el cigarrillo, se estira su camisa nueva que todavía no empieza a pagar y que quería estrenar para la ocasión, cierra los ojos y usa de cábala a todos los que vio encontrarse, unos a otros, en el camino y cruza los dedos para que ella llame y de una buena vez por todas se puedan encontrar.

Espera que sea esta noche y...para siempre...o lo que sea que dure un para siempre.

CENIZAS Y DIAMANTES

PALABRAS:
CENIZAS Y DIAMANTES
Cristian Lagiglia


MÙSICA:
Por el Bulevar de los sueños rotos (Joaquín Sabina)
Hernán Pesce Versión Acústica 2010


CENIZAS Y DIAMANTES

Se apoyó contra el marco del ventanal que daba de lleno a un jardín imperturbable para ver caer las primeras gotas de una tormenta desbocada de casi fines de febrero.

Se pasó una, dos veces la mano por su pelada y su mirada se clavó en un pájaro que se apuraba a juntar ramitas para llevar a su nido antes de que el agua no le dejara levantar vuelo.

De pronto vio su reflejo en el vidrio y lo único que se le vino encima fue una mueca que no pudo ni quiso interpretar.

La mano derecha, metida en el bolsillo, rozó como hacía siempre la piedra que su hijo le regaló cuando tendría unos tres años o quizás cuatro y que siempre llevaba encima, tal vez para sentirlo más cerca.

Esta escena la había presenciado millones de veces, en distintos estados de ánimo, en distintas edades del cuerpo y sin embargo seguía fascinándolo con el placer que la disfrutaba.

Cerró los ojos unos instantes y creyó percibir, detrás del vidrio, el olor de la lluvia diagonal que bañaba el jardín y a la ciudad entera.

Siguió con los ojos cerrados y trató de recapitular en su mente los distintos escenarios en donde había vivido esa imagen y se acordó del departamentito de la calle Lavalle en San Luis, cuando abría la puerta de par en par, se prendía un cigarrillo y veía correr el agua por el asfalto como un río que nunca desembocaría en un mar.

Recordó también las miles de lluvias que vio caer desde su ventanal amado del sucucho de Beltrán (que apuntaba hacia la libertad) y se rió, en silencio, al acordarse de que cuando llovía afuera, adentro llovía más.

Despacio abrió los ojos y ya no quiso recordar más.

Sintió murmullos a sus espaldas y mirando hacia el cielo calculó milimétricamente la hora y no falló.

ENFERMERO: Don Lagiglia, parece que tenía razón nomás, se venía la tormenta...

DON LAGIGLIA: Si mirás atentamente al cielo hay un instante en que se pone como un moretón y después el aire se carga de olor y de ahí solo restan minutos para que caiga el agua.

ENFERMERO: A mí la lluvia no me gusta para nada, solo rompe las bolas y da tristeza.

DON LAGIGLIA: Mejor, más para mí.

ENFERMERO: ¿Cómo anda de ánimo hoy?

DON LAGIGLIA: Bien, hoy es jueves y estamos en vísperas de diamantes. No falta casi nada para que sea viernes, lo cual siempre es un alivio.

ENFERMERO: ¿Cómo es eso de los diamantes?

DON LAGIGLIA: Cuando mi hijo era chico yo siempre lo iba a buscar a la casa de la madre los viernes y nos quedábamos juntos por lo general hasta el sábado a la noche, entonces cuando lo dejaba en la casa de la madre empezaban cinco días de cenizas hasta el viernes siguiente que empezábamos a vivir dos días de diamantes. Pelotudeces, analogías que se ocurrían a mí, nada más.

ENFERMERO: Ah...y ahora su hijo lo viene a ver los viernes y empieza de nuevo el ciclo.

DON LAGIGLIA: Básicamente, pero mañana es un diamante especial porque cumplo ochenta y cinco años y seguro que viene él con mis nietos y se quedan un rato más largo de lo habitual y me traen algún disco de regalo que seguro ya tengo pero que lo mismo voy a escuchar con el placer que lo escuché la primera vez.

ENFERMERO: ¿Ochenta y cinco pirulos?, no los aparenta ni de casualidad.

DON LAGIGLIA: Será porque recién los cumplo mañana.

ENFERMERO: Bueno, acá le dejo la pastilla y el vasito de agua...

DON LAGIGLIA: ...che, ¿y para qué eran estas pastillas?

ENFERMERO: Para la memoria.

DON LAGIGLIA: ... ¿y no tienen pastillas para no recordar?...

ENFERMERO: ... no se haga el gil y tómesela que es para su bien, lo veo en un ratito en el comedor para la hora de la cena...

Tomó la pastilla y se la llevó a la boca y detrás se mandó un trago largo de agua que pasó de largo por su garganta, mientras la pastilla se quedó jugando a las escondidas debajo de su lengua.

Se apartó de la vista de todos, guardó la pastilla en su mano y entreabrió la puerta ventana que daba al jardín del geriátrico y salió a que el aire fresco le estampara en la cara miles de gotas de una lluvia que de a poco fue cesando.

A escondidas se prendió un cigarrito que siempre guardaba para los días de lluvia y se quedó pensando, con una mueca en el rostro que no pudo ni quiso interpretar, que cada vez quedaban menos cenizas y menos diamantes por llegar.